Como esos que no se atrevían a quererse
porque siempre que lo intentaban
terminaban escribiendo cosas tristes
sobre amor de madrugada.
Como nosotros.
Y qué podemos hacer, sólo dedicarnos a esperar,
que muchas veces es otra forma de alejarse.
Qué podíamos hacer, sino soñarnos por las noches,
y también, incluso cuando despertábamos.
Esa era nuestra rutina, nuestra bonita forma de morir.
No preguntes.
Sólo se que muchas veces
estuve a punto de decirle “te quiero”,
pero luego pensaba
que exponerse de esa forma
podría ser peligroso,
sobre todo por eso de que
hay personas que toman
las declaraciones de amor
como una declaración de guerra.
Así que me callaba
y le preguntaba cómo estaba,
por si había suerte y me decía que,
sin mí, no demasiado bien.
Nunca hubo suerte.
Y nos alejamos,
con esa horrible sensación
de perder algo que nunca has tenido,
y es que,
si no le perdí a él,
sí que me perdí a mi.
Y esto es algo que muy poca gente entiende.
Pero yo estaba acostumbrada a perder,
siempre perder.
Siempre,
como aquel que nunca aprendió
a dejar de llorar con las despedidas.
Y recuerdo
cuando no estábamos tan lejos
y aún, al mirarte,
al mirarnos,
te brillaban los ojos
como si fuésemos a salvarnos.
[y llegaba a casa pensado que, ojalá fueras tu quien viniera a abrazarme, a sabiendas de que sólo te dejaría hacerlo a ti.]
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