- Bueno, como todos los críos, ¿no?
+ No, como todo el mundo. El primer amor y el último se sienten igual, eso es lo que se tarda en entender.
- Ya, ¿y cuándo te diste cuenta tú?
+ Pues cuando dejé de rascarme. Llega un día en el que te das cuenta de que en esa pareja solo quedas tú y que lo único que te ata a él es esa herida y que haciéndola sangrar no mantienes vivo su recuerdo, si no el dolor de la pérdida.
ni de ternura si no le habéis abrazado,
mientras le sentíais frágil,
acojonado por el signo de interrogación
que le late en el pecho.
O todos los interrogantes
que le cuelgan de los lacrimales
y todos esos miedos,
en forma de dudas existenciales.
Me enamoré de él justo por eso.
Por la forma que tenía de ver la vida
y porque era capaz de reconstruir con caricias.
Me enamoré de él
por su manera de convertirse en ruinas
y a la vez,
resurgir con una simple sonrisa.
Estaba claro que era especial.
Escondía magia en la punta de los dedos,
en los ojos, y en la garganta.
Porque podía hacer desaparecer
el mundo entero
o desdibujar tristezas
simplemente, con aparecer por la puerta.
Me enamoré de él
porque sabía como hacerme sentir grande,
y a la vez pequeña.
También por todas la cicatrices
que enseñaba sin reparo
de que alguien, por eso,
pudiese juzgarlo.
Tenía la palabra poesía
en los labios.
Y cada vez que me miraba,
sabía que podríamos rimarnos.
Soñaba con versarlo
y poder amarnos entre metáforas,
que es como lo hacen
todas esas historias con afán de ser inmortales.
Pero teníamos el infinito en contra,
que es la cantidad de números que existen
camuflados en palabras como:
edad, tiempo, o distancia.
Así que nos tocó
(olvi)dárnoslo todo.
Y él, para empezar,
se llevó mi vida.
Y para acabar,
se llevó también
toda la poesía.